Horacio Biord Castillo:
Para Leonor,
futura reina de Castilla, León,
Aragón y toda España
El 23 de abril celebramos el Día del Idioma y el Libro, en recuerdo de Miguel de Cervantes Saavedra, el Inca Garcilaso de la Vega y William Shakespeare, tres grandes de la literatura y la palabra escrita. En Cataluña se recuerda de manera particular a san Jordi, vencedor de dragones. Vale la pena, sin embargo, preguntarse qué idioma invocamos y cómo lo debemos celebrar. Trataré de responder ambas preguntas.
El mundo actual nos presenta una coyuntura quizá no tan atípica como compleja y especial. A veces sus manifestaciones más visibles o perceptibles pueden inducir confusiones que terminan, a su vez, fundamentando interpretaciones superficiales de la realidad. Sobresalen enfrentamientos y guerras (especialmente en el momento actual la propiciada por Rusia al invadir Ucrania), tensiones estratégicas y comerciales, injusticias, situaciones políticas y socioeconómicas concretas basadas en absurdas inequidades que generan migraciones, exilios y desarraigos, persecuciones políticas e ideológicas. A los desafíos sociales y geopolíticos que todo ello plantea, hay que sumarle dos imperativos. Por una parte, está el referido a la sostenibilidad de la tecnología y la posibilidad universal de acceder a sus beneficios. Por la otra, el derivado de la inhumana relación de los seres humanos con el entorno ambiental, cada vez más perceptible ante las crecientes evidencias de un cambio climático con un insoslayable componente antropogénico.
Quizá sea importante resaltar que todos esos fenómenos que parecerían preludiar una crisis civilizatoria en el Hemisferio Occidental se traducen en una especie de cansancio que puede describirse como angustia existencial. Tal sentimiento que, a su vez genera diversas respuestas, probablemente encuentre su expresión gráfica en determinadas formas de usanzas y comportamientos. Será siempre posible sintetizarlo en “El Grito”, ese extraordinario trabajo pictórico de Edvard Munch en varias versiones.
Ante el actual contexto mundial y los interrogantes y retos que plantea, probablemente no sea aventurado decir que el idioma materno o primera lengua, en este caso el español, proporciona un ámbito de seguridad y tranquilidad, un espacio identitario panhispánico y transcontinental. Igual sucede con las inciertas aunque crecientes posibilidades de la interacción virtual, que ofrece incluso nuevas formas de interacción, participación y ciudadanía y cuyos reversos serían el aislamiento, la exclusión y la alienación. El idioma español nos ofrece a sus hablantes nativos una verdadera patria en el más amplio sentido, una patria que a estas alturas de la historia de la lengua y las sociedades panhispánicas está llamada a ser multinacional, no solo por el hecho de abarcar diversos estados o países sino por la devenida coexistencia, que debe ser armónica, de historias, tradiciones, costumbres, identidades y usos lingüísticos. Visto así, el español está llamado a ser una lengua de pluralidades, tanto normativas como sociales e ideológicas, que actúe como un muro de contención ante la tentación neobabélica de una sola o principal lengua. La lengua impuesta obviamente no sería neutral, no el código mismo que puede serlo dentro de sus límites socioculturales sino los actos sociales que la acompañan y los significados que se le atribuyen a su uso. Cuando se propone que una lengua (el inglés, por ejemplo) sea pretendidamente “universal” se asume a priori presupuestos cuyos efectos homogeneizadores solo se puede calibrar a posteriori.
El idioma español nos convoca y une como una verdadera patria, una patria común a ambos lados del océano Atlántico y que se extiende incluso a África y Asia y a los nuevos ámbitos de acceso general generados por la computación, sean el metaverso o los multiversos posibles.